jueves, 13 de septiembre de 2012

Trip Tour: llegar a Cuzco tiene sus vueltas

Creo que Perú es uno de esos países que nunca se olvidan. En realidad ninguno se olvida, pero se mezclan, se confunden. Las fronteras se alejan y dejan de ser lugares únicos. Pero Perú lo es, aunque todavía no sé bien por qué. Tal vez sean los colores, las montañas, la gente o esa piedra fiel al Inca. Esa, en donde aún hoy se refleja, poderoso e inmortal.
Llegué desde Chile con muy malas referencias y no en relación a lo estético, sino al problema social. Era el verano de 1993 y de Perú se escuchaban solo dos cosas: los ataques de sendero luminoso y el terrible fantasma del cólera. Yo escuchaba todo y no sabía qué hacer. Por un lado, el miedo a la enfermedad y al terrorismo. Por el otro, todo lo leído y estudiado de los incas y sus enigmáticas construcciones que, en definitiva, era lo que me había llevado hasta allí. 
Las chichis del convento, posaron
para foto con Ramón (en el medio,
al fondo)
Durante el viaje, hablando con el compañero peruano de asiento, me enteré que por los problemas antes mencionados, en Perú había bajado el 60% del turismo y era muy común enfermarse de cólera . Cuando me di cuenta ya estaba en Tacna, bajando del taxi y subiendo a una combi que me llevaría a Arequipa. Tarde. Arequipa, colonial, blanca, limpia y muy custodiada, llena de militares encapuchados para no ser reconocidos por los terroristas, paisaje que se repetiría en todo Perú. Caminé por la ciudad mirando cada construcción, diferentes a las que me habían llevado allí, europeas éstas, pre-colombinas las que yo buscaba. No importaba mucho en ese momento, me sorprendía en cada ingreso, en cada guarda o mirando aquellas antiguas puertas con incrustaciones de hierro. Era España. Caminando llegué al Convento de Santa Catalina donde una monja me contó que tiempo atrás, y no mucho, era un convento de reclusión. Entramos y me mostró los cuartos, los baños, la cocina (todavía en uso) y los raros pasadizos que daban al exterior y servían para que los familiares le alcancen algo de comida, alguna carta o ropa a las internadas. Estaban hechos de una manera que nunca se podía ver la cara de estos actores. Después, entramos a la capilla y en el fondo, casi a oscuras, detrás de una especie de reja de madera tallada que iba de piso a techo había cinco o seis monjas rezando, parecían muñecas de cera, estáticas, blancas, inmutables todo este cuadro enmarcado en el silencio vacío y frío modificado solo por el ruido de mis pasos. Debo reconocer que salí bastante impresionado con aquella imagen, una vez afuera le pregunté a mi anfitriona sobre esas monjas y ella me dijo que no son de reclusión pero que pasan muchos días de encierro y de silencio absoluto. Pasé la noche en un pequeño hotelito en el centro de la ciudad. 
Cafetera en parada técnica. Ramón,
tratando de escapar, con cartelito de
destino "A donde usted vaya".
Al día siguiente, decidí partir hacia Cuzco. No es que no hubiera nada más que ver allí, pero la ansiedad de ir a Machu Pichu era más fuerte. Caminando hacia el lugar donde encontraría mi bus, me detuve en un local que anunciaba colectivos nuevos y directos a mi destino, por lo tanto, me apersoné y después de ver los folletos y los precios, decidí comprar mi ticket. Una vez sacado el boleto, y como siempre pasa en estos casos, me puse a hablar con los pasajeros que esperaban junto a mi la orden para salir. En esas interesantes charlas, una de las mujeres me indicó que debería ir subiendo mi mochila al techo del colectivo. No, le dije con una sonrisa cómplice y ganadora, ese no es el mío, yo voy a Cuzco en una hora y el mío es otro coche. Por supuesto, el que esperaba en la puerta era una cafetera de 1960 que obviaba todas las normas de seguridad y confort que existen. Es ése, me dijo con una sonrisa, esta vez, burlona y sobradora. Me presenté en la boletería con mi folletito y me dijeron que sí, que el de folleto va a Cuzco, pero solo los sábados, que hoy lunes iba otro modelo, pero que me quede tranquilo que llegaba igual. Resignado, subí mi equipaje al techo entre bolsas de cereal y papas recién cosechadas. Seguí resignado mi conversación con la simpática mujer que ya tenía consigo la seguridad de irme ganando 1 a 0.
Abimael: quiero carne argentina!
habría dicho y los terros le
buscaban un turista.
Más tarde, nos pusimos a hablar del terrorismo y la incipiente captura de Abimael Gusman, líder de sendero luminoso. La señora me comentó que hacía dos semanas habían parado un colectivo y fusilado a un turista francés. Mamita querida pensé, aterrado, le dije si eso era común o había pasado solo una vez. No, no es común, me contestó, solo pasa en la época en que recogemos las cosechas y tenemos plata. Ahí los terroristas paran los colectivos para robarnos el dinero y si encuentran a un turista, caput. Por dios, pensé, y le pregunté, ya sabiendo la respuesta, en que época estábamos. De cosecha, contestó disfrutando mi cara de pánico. La señora 2, yo 0.
El viaje pasó sin inconvenientes mayores. Durante el mismo me hice amigo de un vasco dueño de un bar en Bilbao que recorría las tierras incaicas y que tenía alguna afición por la ETA, por lo tanto no veía con malos ojos a los de sendero luminoso. De hecho, me contó que estaba seguro que habría etarras escondidos en la selva boliviana y que, si nos paraban, me quedara tranquilo que él hablaría con los terroristas y que no pasaría nada. Mi sensación de terror aumentaba, más hablaba con el vasco, más miedo tenía. El pico máximo fue cuando, en una parada técnica, adelante de nuestro colectivo se paró un camioncito que llevaba en su parte trasera cinco o seis caballeros con fusiles. Chau, pensé, se terminó Ramón El vasco dormía, hablaron amistosamente con el chofer de nuestro bus y se fueron. Respiré aliviado. Cuando le conté a mi compañero sobre lo sucedido se ofendió porque él quería bajar a hablar con los señores terroristas. Gracias a dios no se despertó en aquel momento. 
Chofer y terrorista de Sendero, rumbo
a una charla de autoayuda.
Luego, ya casi llegando a Cuzco, le pregunté al chofer sobre el hecho y me dijo que no pasaba nada, que solo querían saber si había plata en el colectivo. Este les mostró las grandes bolsas con productos a vender y les explicó, por lo tanto, que sin venta aun no estaba el dinero. A lo que agregó que le cobraron el peaje habitual y se fueron, para él algo habitual, para mí, algo terrible.
Cansado y estresado llegué a una de las más maravillosas ciudades que visité y a la que ansío volver, como también a todo el Perú, sobretodo para recorrerlo más relajado, sin la sensación de peligro que opacó un poco mi estadía por ese fantástico país.

Ramón Herrera.

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