En la India conocí a dos personajes fantásticos. Silvia, una española de treinta y tantos años que en ese momento hacía cinco que vivía entre Varanasi y Rhishikesh y que me introduciría en el yoga. El otro, un suizo, Danny, que su vida de electricista en Geneve se interrumpía cada seis meses para dedicarle cuatro a internarse también en Rhishikesh para el estudio del hinduismo, los otros dos meses restantes del año los pasaba perdido por la India recorriendo todos los lugares posibles. Hacía seis años que lleva esa vida.
Con Silvia nos conocimos en Bangkok y el destino nos cruzó de nuevo en Calcuta. Y allí nos encontramos con Danny, que ya era amigo de Silvia.
Ellos conocían la ciudad casi de memoria, lo cual me favoreció. Me llevaron a lugares y rincones que se escapan de los circuitos turísticos, donde la india se muestra auténtica. Muchas veces dura, sin filtros, cruda, enferma, pobre. Otras, generosa, simpática, dinámica, con rarezas culturales en las comidas y en lo cotidiano. La mezcla de estas cosas hacen a este país único. Un lugar del que no se puede pasar de largo como si nada. India es muy fuerte.
Interesante compañía de camino al hotel. |
A la mañana desayuné con Danny ya que Silvia no estaba. Llegó a las nueve y nos contó que venía de yoga. Silvia se especializa en yoga y conoce a todos los grandes maestros de la ciudad, que son los mejores de la India. Yo no conocía a nadie, ni tenía idea de lo que era. Así que le dije que quería aprender yoga.
La primera sorpresa fue que al día siguiente me despertó a las cinco y media y me llevó a una casa de tres plantas que quedaba muy cerca de la hostería. Era una más de las tantas que forman los laberintos de la ciudad. En la planta baja había un restaurante típico con aire acondicionado (me enteré más tarde, nunca había funcionado pero los turistas veían los carteles, el armazón del equipo y entraban a comer, después ya era tarde). En el primer piso era donde vivía la familia (madre, padre, hijos, esposas de los hijos y abuelos), y arriba la sala de yoga. Era un cuarto grande, blanco, en las paredes nada, solo en una, recuerdo ahora, que estaban los pergaminos y diplomas del maestro entre medio de dos ventanas finitas y largas que iban prácticamente del piso al techo y daban a un patio arbolado de donde se escuchaban los gritos de los monos. De pared a pared, un gran colchón cubría toda la habitación.
Shami, antes de que llegaran los bomberos para desanudarlo. |
Los dos días que siguieron fueron iguales, salvo que mi estado físico iba mejorando y me cabeza se relajaba y, a partir de estas dos cosas, el cansancio al final no era tan terrible. Al cuarto día de ir, me aprendí a respirar, aclaro que esto no quiere decir que antes me ahogaba por la calle porque me olvidaba cómo se respira, sino que me explicaron cómo sentir el aire y retenerlo con distintas partes del cuerpo. También a controlar los tiempos de inspirar y exhalar, cómo manejar por medio de la respiración los momentos de nervios o de agotamiento. Fue sin duda la mejor de las clases. La quinta y última fue una mezcla de todas, nutridas de consejos de alimentación, posturas y comportamientos. El significado del Omm y la importancia de meditar.
Ramón en la última clase. |
Mi experiencia no fue muy amplia pero sirvió por lo menos para ver de qué se trataba esta práctica tan milenaria y tan importante dentro de la cultura asiática. Hoy valoro más que nunca esos momentos ya que hicieron de prólogo de mis semanales clases de yoga.
Al día siguiente partí en un repleto colectivo hacia Katmandú, fueron trece horas de calor, incomodidad, olores, tierra, paisajes, pasajeros, animales y sobre todo el constante recuerdo del yoga, ya que lo que más quería era relajarme. Pero entendí que para poner la mente en blanco en un viaje en India iba a necesitar no menos de 5 años de práctica.
Ramón Herrera
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