jueves, 17 de mayo de 2012

Trip Tour: preguntar antes de comer!


El primer viaje fuera del país que hice prácticamente solo fue a Europa. Había terminado la secundaria y me regalaron el pasaje, junté la plata para la estadía en un año, una parte trabajando y la otra vendiendo mi Citroën modelo ´74. Fue la partida de lo que hoy es parte de mi vida.
Llegué a Madrid a la madrugada. En el avión, media hora antes de aterrizar, se me volcó el café en el pantalón, así que entré a España todo manchado como si no hubiese encontrado el baño. Un papelón. 
Me instalé en lo de unos amigos, donde me cambié de ropa, comí algo y enseguida salí a caminar por la ciudad. Fue empezar a sentir lo maravilloso de andar sin rumbo, perderse, ver edificios sin saber de que época serían, ni quién los habría hecho, pero llamaban mi atención. Fue hablar con la gente sentado en un banco de alguna plaza, tomando un poco de sol, explicando quién era y dispuesto a escuchar historias del lugar. Fue empezar a entrar a los barcitos y ver cómo se discute de fútbol, de política o de lo que sea. Fue descubrir castillos y palacios. Museos, obras de arte que había estudiado o visto en libros. Fue darme cuenta que existen otras realidades culturales muy fuertes y con mucha historia que merecen ser descubiertas.
Filloas de ¿chocolate?

Porky´s blood
De Madrid a Albarín, un pueblito de diez casas en las montañas. Allí me esperaban los parientes de un amigo. Era de noche y hacía mucho frío. Me recibieron en la cocina - a leña, donde todavía se estaba hablando de la carneada de un cerdo que habían faenado esa tarde. Me dieron un café y un poco de pan. Me vieron con hambre, así que me ofrecieron filloas. No tenía ni idea que eran aunque, al ver una pila de panqueques de color marrón oscuro con azúcar arriba, pensé que eran de chocolate y acepté una con gusto. Mucho no me convencieron pero quise ser amable y comí otra, y recién después pregunté de qué se trataban. Esperaba una respuesta conocida, que serviría para continuar la conversación. Me explicaron que era un armado de harina, manteca, huevo y eso. Pero "eso" era, justamente, el contenido de una cacerola enorme que estaba en la cocina: la sangre del cerdo que habían faenado hacía un rato nomás. Lamentablemente, me dio mucho asco. Digo lamentable porque, como antes de saber de qué se trataba les había dicho que me gustaban, durante los próximos días tuve que comer varias por comida. Afortunadamente, además de estos panqueques, había cosas exquisitas: jamones, chorizos colorados, salames, empanadas, panes caseros, tortillas, bifes de cerdo. Todo casero y recién elaborado. Como debía ser, comí tanto que me dio un ataque al hígado por lo que en Vigo, ciudad donde estuve después, solo pude alimentarme de sopa y puré.
Luego San Sebastián y mi familia. Estaban asombrados de lo mucho que me cuidaba con las comidas. Me llevaron a recorrer los pueblitos vascos de la frontera con Francia y me contaron historias de tíos y abuelos que yo estaba empezando a conocer aunque nunca vería. Me hablaron de sus cartas al país vasco y los por qué de la partida a la Argentina. Los regresos y las muertes, las guerras, los vecinos y los amigos. Me integraron a la familia. Ya era uno más.
Al tiempo decidí partir a París donde me reuniría con mi amigo Esteban. Nos encontramos en Gar del Est, una estación de trenes gigantesca. Él me esperaba en la cabecera del tren. Teníamos que ir al albergue y no sabíamos cómo, así que fuimos hasta Informaciones donde nos explicaron la manera de llegar, a nosotros dos y a un cordobés que hoy, muchos años después, es uno de mi grandes amigos y a quien las vueltas de la vida, mucho más tarde, llevó a vivir a Rosario, mi ciudad.
Esa era mi primera vez en un albergue juvenil. Todo era nuevo. Entre los miedos a los robos y el cuidado con los horarios para no quedar fuera y dormir en la calle - los albergues cierran temprano y si no llegaste, perdiste - me empezaba a relacionar con una ciudad que, a medida que pasaban los días, me atrapaba más y más. Me parecía interminable, todas las etapas del arte están de alguna manera; caminar por las avenidas de Haussman era un placer, ni hablar del Louvre, Versalles, el barrio latino, el Pompidou, y la cantidad de museos, palacios y callecitas laberínticas llenas de cafés con mesas en la vereda, para mirar alguna de obra de arquitectura, únicas de esta gran ciudad. 
Marche una baguette sin nada.
El único problema era que el dinero no abundaba. Por lo que, de la famosa gastronomía francesa, solo probamos las baguettes y, muy de vez en cuando, algún paté económico. La dieta se basaba en sopas instantáneas, latas de arvejas, tomates, y mucha fruta que era lo más barato y saludable. Por otra parte, a mí no me faltaba energía ya que traía bastante de España.
Después estuve en Italia, Suiza y de vuelta en España. En ese viaje me di cuenta que viajar por Europa no era para mí. Las cosas ya estaban preparadas y el único esfuerzo que tendría que hacer era el económico. Los trenes salían a horario, los albergues eran ordenados y seguros, los museos siempre seguirán allí. Me di cuenta que este viaje lo podría hacer de la misma manera dentro de cuarenta años.
Fue entonces cuando empecé a pensar en viajar de otra forma y con otras búsquedas. Por lo menos, como a mí gusta hacerlo, involucrándome más con cada cultura, conociendo esos lugares del mundo donde todavía no se ve tanto orden y desarrollo, donde el desafío sea algo más, distinto y sorprendente, en el que cada día viva una especie de aventura, pequeña tal vez, pero diferente. 

Ramón Herrera

Una canción ideal para entender  la sensación de recorrer algunas ciudades de Europa con todo el tiempo del mundo puede ser una que se llama "Take me out" de Franz Ferdinand. 

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