Apenas
crucé la frontera me di cuenta que el viaje no iba a ser uno mas.
Después de recibir en Vietnam una mar de recomendaciones sobre los
cuidados a tener por donde voy y, sobre todo, por donde piso,
emprendí mi nuevo destino: Camboya.
La
frontera fue solo un trámite. Me esperaban nada más que tres
casillas de cemento en el medio de la nada, alguna bandera, un par de
carpas de campaña y militares que miraron mi pasaporte con mucha
curiosidad ya que no tenían, creo que no tienen todavía, idea de
Argentina. Luego de que cada uno de los 10 o 15 soldados lo
observaran, hicieran comentarios y chistes al respecto (por supuesto,
en perfecto camboyano del que no entiendo una sola palabra), me
invitan a pasar. Ya estaba en Camboya.
Como en Londres, bondi de 2 pisos. |
Caminé 100 metros y llegué a un especie de bar. Lo convertía en tal el solo hecho de que bajo el quincho de paja, abierto a los cuatro vientos, tenía en el medio del piso de cemento, un freezer de Coca Cola. Al ingresar, seis o siete personas se me acercaron para llevarme camino a Pnom Penh. Media hora más tarde, que fue lo que tardé en arreglar el precio del viaje, partimos en una combi que no estaba en muy buen estado, con capacidad total para los que dios quiera. En el camino empezaron a subir toda especie de personajes del lugar, que analizaban al exótico, o sea a mí, sonreían y se me quedaban mirando al menos 10 minutos. Yo era el único que no tenia ropa del lugar, que estaba calzado con botas y no ojotas, que no entendía nada de lo que hablaban, y que tenia los ojos en forma rara. A las dos horas del viaje en la parte de atrás, ya éramos 17 personas. Duró unas cinco horas para hacer aproximadamente 150 kilómetros, con una temperatura que llegaba a los 33 grados. Intenso.
OJO!! MINAS!! pero que explotan |
En
ese momento me pregunté exactamente que hacía allí, sobretodo, que
mi viaje recién empezaba. Las cosas fueron siendo cada vez más
difíciles de entender a medida que pasaban los días, las historias
del Kmer Roudge (grupo radical Maoista) me paralizaban del horror y
el ver a las víctimas de las explosiones, más chicos que adultos,
me angustiaba terriblemente. Mi sorpresa mayor fue cuando me
informaron que en el camino que yo iba a hacer hacia Siam Reep
todavía había terroristas que baleaban a los vehículos. A esa
altura mi grado del terror era total.
Viajan como en el 60 a la hora pico. |
Por suerte nada de esto pasó y pude disfrutar plenamente de Camboya y, sobretodo, de las maravillosas ruinas de Ankor, donde la cultura se mezcla con la naturaleza de manera increíble. Pero esa es otra historia.
Los
días pasaron y yo me sentía más seguro en este país, siempre caminando
por los senderos y no alejándome mucho de los lugares poblados. Sigo
entero, fue una experiencia fantástica y triste a la vez: por un
lado lo maravilloso de esos templos y de su gente, los camboyanos,
gente alegre, amistosa y respetuosa. Por otro, las atrocidades que
sufrieron y sufren. Vidas cargadas de situaciones violentas,
codeándose cotidianamente con bombas y terrorismo que, en la mayoría
de los casos, le son ajenas e incomprensibles.
Al
salir rumbo a Tailandia volví a ver en la ruta todos carteles de
atención, pero esta vez los leí como los lee su pueblo, más que
con miedo, con resignación, confiando de que algún día se acabe
esta pesadilla . Al cruzar la frontera me encontré con una pareja. Iban
hacia Camboya. Lo único que les dije fue "ojo donde pisan".
Ramón Herrera
Experiencia ideal para hacer escuchando Highway to hell, de AC DC.
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