viernes, 12 de octubre de 2012

Trip Tour: Sin Final Feliz

(nota en proceso)
Estambul es una de las ciudades más fascinantes que recorrí. Es de las intensas, una inquietante mezcla de Europa con los países árabes del norte de África. Uno de esos lugares donde no podés aburrirte nunca, entre la arquitectura y la cultura que se vive en cada esquina te sentís envuelto y atrapado, haciendo muy difícil que te quieras ir. El museo de Santa Sofía, el Palacio Top Kapi, la mezquita azul, el gran Bazar, la lista sigue y sigue. 
Desde mi llegada sentí que se me iban los días como arena en la mano y esta ciudad se mostraba a cada paso más especial. Una tarde, después de perderme por un rato por el Gran Bazar de Estambul, decidí ir a hacerme masajes a uno de los lugares más antiguos y  tradicionales de la ciudad. Cagaloglu Hamam Cafeterya. Recomendado por todos y famoso dentro de Turquía y tal vez en el mundo, era para mí otro secreto a descubrir. En mi imaginación, la experiencia a seguir sería la de entrar a una cabinita, recibir cuarenta minutos de masajes y retirarme relajado. Bueno, nada de esto pasó. 
Portal de ingreao a la casa de masajes:
más de 300 años dando placer
Cuando llegué a esta casa, me encontré, después de caminar por un corredor, en un patio interno de doble altura en el cual había un mostrador, una fuente, bancos, mesitas y algunos parroquianos sentados tertuliando sobre sus asuntos acompañados de un café. Sobre los costados se repetían aberturas de madera que consistían en una ventana y una puerta delimitando una habitación. Muchas de estas tenían las puertas abiertas y se podía ver lo pequeñas que eran, la entrada de cada una estaba decorada por alguna alfombra o lámpara. El balcón, sumamente ornamentado, contenía la circulación de todas las piezas de la planta alta y, más arriba, el cielorraso de la sala se formaba por cuatro semicírculos llenos de detalles, terminando en una cúpula de la que colgaba una monumental araña. 
Después de registrarme y pagar un muy caro servicio, me asignaron un número y partí a mi habitación en planta alta cargando unas toallas y una especie de pollera. Al observar a la poca gente que circulaba dentro de este gran hall, entendí que me debía despojar de mis atuendos y calzarme la pollera para ir hacia una puertita que estaba más allá de la mesa de entrada. Todo era basado en la deducción, ya que del poco inglés que habla esa gente mezclado con el turco, yo no entendía ni una sílaba de lo que me decían. 
Qué porte! Ramón está listo para
 una sesión inolvidable
Dejé mi ropa y con mi nueva vestimenta me apersoné en la puerta enigmática. Ni bien pasé me invadió el vapor, me ahogo, pensé. Un señor me dio la mano, se presentó y me invitó con señas a pasar a una sala que ya era directamente todo vapor. Me indicó que me sentara y me repetía que en quince minutos volvería por mí. La sala era toda de mármol blanco y desde el centro de la misma salía la columna de humo húmedo que invadía cada rincón. Creo que cuando estaba casi por desmayarme, me vino a buscar el anfitrión. El tipo era más o menos de 1.65 metros, robusto, pelado y por lo que me daría cuenta después muy fuerte. 
Cúpula, mármol, columnas. Los masajistas
se ocupan de traerte a la realidad terrenal
Pasamos una puerta y entramos a una sala espectacular, era como una mezquita, también, toda de mármol blanco pero se le sumaban  incrustaciones celestes y grises. Creo que era como un gran octógono. A cada lado había una pequeña fuente y una especie de pequeños bancos que se levantaban del suelo. Todos estos lugares estaban contenidos por columnas finamente esculpidas que marcaban los espacios y que  se transformaban en muchos arcos para terminar en una gran cúpula llena de pequeñas aberturas cubiertas por vidrios azules. Abajo, una gran plataforma de formas geométricas y naturales que acompañaba la geometría del lugar. Son también ocho sus lados de esta gran meseta, cada uno de más o menos dos metros, se enfrentan a cada sector donde están las pequeñas fuentes y el desnivel del piso donde me sentaría para empezar el ritual. 
Ramón en plena limpieza corporal. Su
cara de placer lo dice casi todo.
Mi nuevo amigo me indicó que me acomodara en uno de los escalones y prendió la fuente. Para mi sorpresa, sacó una esponja, la enjabonó y me empezó a bañar. Si, a bañar. El tipo, me tomó los brazos y las piernas y con mucha fuerza pasó la esponja por cada parte de mi cuerpo. En algunas, doy gracias a Dios, no se dedicó a trabajar. Recorrió con mucha energía cada extremidad, el tronco, cabeza y cuello. Después de este impactante inicio, y conmigo completamente enjabonado y contrariado, el caballero sacó un tacho y me baldeó literalmente, por supuesto, también enérgicamente, para sacarme toda la espuma que cubría mi cuerpo. Yo estaba vestido solo con una pollerita, me sentía fatal. Luego, me paré como pude ya que la refriega fue muy fuerte y me acosté en uno de los lados del gran octágono de mármol del centro del recinto. Ahora se vendría lo bravo. La dureza del mármol sobre el que estaba acostado frenaba la intensidad del masaje que me daba este caballero, que me estaba desarmando. Yo no sé que tipo de masaje era ya que cada envestida en la espalda, cuellos, piernas o donde fuera, era terrible, relajante no, para nada. Parecía que me estaban estrujando cada músculo a pura presión sumado a la incomodidad de que te esté bañando un fulano, de relajarme ni hablar. 
Ahora sí: este debe ser el final de
la tortura!
Yo estaba liquidado. El amigo no paraba de trabajar. Cuando pensé que la tortura llegaba a su final, me sentó y me agarró el cuello, me lo movió un poquito y de golpe me sacudió de tal manera que me crujió toda columna vertebral. No sé si ahí terminaba el servicio o si me vio tan destrozado que se detuvo. Y vuelta a bañarme entero, esta vez, con más tranquilidad, me enjuagó y a pura risa me acompañó al salón de ingreso para que yo me pueda ir sin caerme en mi habitación. Entendí que la salita que me habían asignado con una cama y un placard, era para recuperarse de semejante masaje. Entré, cerré la puerta y me tendí en la cama por más o menos dos horas. Después me levanté sin saber donde estaba así que tardé unos minutos más en incorporarme, cambiarme y partir a mi hostal para poder, otra vez, recostarme hasta el otro día.
A la mañana siguiente, mi cuerpo estaba realmente como nuevo y con una enseñanza:  masajes en Estambul no me volveré a hacer nunca más.

Ramón Herrera.

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