El primer
viaje fuera
del país que hice prácticamente solo fue a Europa. Había terminado
la secundaria y me regalaron el pasaje, junté la plata para la
estadía en un año, una parte trabajando y la otra vendiendo mi
Citroën modelo ´74. Fue la partida de lo que hoy es parte de mi
vida.
Llegué
a Madrid a la madrugada. En el avión, media hora antes de aterrizar,
se me volcó el café en el pantalón, así que entré a España todo
manchado como si no hubiese encontrado el baño. Un papelón.
Me
instalé en lo de unos amigos, donde me cambié de ropa, comí algo y enseguida salí a caminar por la ciudad. Fue empezar a sentir lo maravilloso de andar sin
rumbo, perderse, ver edificios sin saber de que época
serían, ni quién los habría hecho, pero llamaban mi atención. Fue
hablar con la gente sentado en un banco de alguna plaza, tomando un poco de sol,
explicando quién era y dispuesto a escuchar historias del lugar. Fue
empezar a entrar a los barcitos y ver cómo se discute de fútbol,
de política o de lo que sea. Fue descubrir castillos y
palacios. Museos, obras de arte que había estudiado o visto en libros. Fue darme cuenta que existen otras realidades culturales muy
fuertes y con mucha historia que merecen ser descubiertas.
Filloas de ¿chocolate? |
Porky´s blood |
De
Madrid a Albarín, un pueblito de diez casas en las montañas. Allí
me esperaban los parientes de un amigo. Era de noche y hacía mucho
frío. Me recibieron en la cocina - a leña, donde todavía se estaba hablando de la carneada de un cerdo que habían faenado esa tarde. Me
dieron un café y un poco de pan. Me vieron con hambre, así que me
ofrecieron filloas. No tenía ni idea que eran aunque, al ver una pila de panqueques
de color marrón oscuro con azúcar arriba, pensé que eran de chocolate y acepté una con gusto. Mucho no me
convencieron pero quise ser amable y comí otra, y recién después pregunté de qué
se trataban. Esperaba una respuesta conocida, que serviría para continuar la conversación. Me explicaron que era un armado de harina, manteca,
huevo y eso. Pero "eso" era, justamente, el contenido de una cacerola enorme que estaba en la cocina: la sangre del cerdo que habían faenado hacía un rato nomás. Lamentablemente, me dio mucho asco. Digo lamentable porque, como antes de saber de qué se trataba les había dicho que me gustaban,
durante los próximos días tuve que comer varias por comida. Afortunadamente, además de estos panqueques, había cosas exquisitas:
jamones, chorizos colorados, salames, empanadas, panes caseros,
tortillas, bifes de cerdo. Todo casero y recién elaborado.
Como debía ser, comí tanto que me dio un ataque al hígado por lo que
en Vigo, ciudad donde estuve después, solo pude alimentarme de sopa y
puré.
Luego
San Sebastián y mi familia. Estaban asombrados de lo mucho que me
cuidaba con las comidas. Me llevaron a recorrer los pueblitos vascos
de la frontera con Francia y me contaron historias de tíos y abuelos
que yo estaba empezando a conocer aunque nunca vería. Me hablaron de sus cartas al país vasco y los por qué de la partida a la
Argentina. Los regresos y las muertes, las guerras, los vecinos y los
amigos. Me integraron a la familia. Ya era uno más.
Al
tiempo decidí partir a París donde me reuniría con mi amigo
Esteban. Nos encontramos en Gar del Est, una estación de trenes
gigantesca. Él me esperaba en la cabecera del tren. Teníamos que ir
al albergue y no sabíamos cómo, así que fuimos hasta Informaciones
donde nos explicaron la manera de llegar, a nosotros dos y a un
cordobés que hoy, muchos años después, es uno de mi grandes amigos
y a quien las vueltas de la vida, mucho más tarde, llevó a vivir a Rosario, mi ciudad.
Esa era
mi primera vez en un albergue juvenil. Todo era nuevo. Entre los miedos a
los robos y el cuidado con los horarios para no quedar fuera y
dormir en la calle - los albergues cierran temprano y si no llegaste, perdiste - me
empezaba a relacionar con una ciudad que, a medida que pasaban los
días, me atrapaba más y más. Me parecía interminable, todas las
etapas del arte están de alguna manera; caminar por las avenidas de
Haussman era un placer, ni hablar del Louvre, Versalles, el barrio
latino, el Pompidou, y la cantidad de museos, palacios y callecitas
laberínticas llenas de cafés con mesas en la vereda, para mirar
alguna de obra de arquitectura, únicas de esta gran ciudad.
Marche una baguette sin nada. |
El
único problema era que el dinero no abundaba. Por lo que, de la
famosa gastronomía francesa, solo probamos las baguettes y, muy de
vez en cuando, algún paté económico. La dieta se basaba en sopas
instantáneas, latas de arvejas, tomates, y mucha fruta que era lo
más barato y saludable. Por otra parte, a mí no me faltaba energía
ya que traía bastante de España.
Después
estuve en Italia, Suiza y de vuelta en España. En ese viaje me di
cuenta que viajar por Europa no era para mí. Las cosas ya estaban
preparadas y el único esfuerzo que tendría que hacer era el
económico. Los trenes salían a horario, los albergues eran
ordenados y seguros, los museos siempre seguirán allí. Me di cuenta que
este viaje lo podría hacer de la misma manera dentro de cuarenta años.
Fue
entonces cuando empecé a pensar en viajar de otra forma y con otras
búsquedas. Por lo menos, como a mí gusta hacerlo, involucrándome
más con cada cultura, conociendo esos lugares del mundo donde
todavía no se ve tanto orden y desarrollo, donde el desafío sea
algo más, distinto y sorprendente, en el que cada día viva una
especie de aventura, pequeña tal vez, pero diferente.
Ramón Herrera
Una canción ideal para entender la sensación de recorrer algunas ciudades de Europa con todo el tiempo del mundo puede ser una que se llama "Take me out" de Franz Ferdinand.
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