Cuando uno viaja por
varios meses y solo, es primordial cuidar la salud. Es básico
entender que con una mala comida no solo se puede arruinar muchos
días de un viaje o más aun, tener que acortarlo y regresar. Por lo
tanto en cada puerto que uno toca se tiene que mover con suma
precaución en materia gastronómica para no tener problemas. Para
esto lo ideal es siempre concurrir donde haya gente, como en la ruta,
que uno para a comer donde ve que hay muchos camiones, bueno, igual.
No vamos a hablar de las
excentricidades y rarezas gastronómicas, sino de algunos momentos y
recuerdos de las degustaciones diarias.
Méjico, entre una
infinidad de cosas, es famosa por su comida picante. Antes de
embarcarme por mi gira a dicho país, un consejo que recibí recurrentemente fue que
tenga cuidado con la comida picante. No pasa nada, pensaba, minimizando al locutor de turno. Llegué a Distrito Federal a la
tardecita y me alojé a pasos del Zócalo, que es como la plaza 25 de
Mayo de acá. Me di una vueltita y derechito a un bar que servían
tacos al paso. Quienes atendían, recuerdo, eran simpáticas
mejicanas que indagaban sobre mi nacionalidad y detalles de mi viaje.
Ordené mis tacos de carne y una coca. En el momento de servirlos una
de las jóvenes me pregunto si lo quería o no con picante. Yo
envalentonado, no sé por qué, le contesté muy suelto de cuerpo y
con aires de James Bond "por favor, ponele como si fuera para vos".
Resultó que a la señorita le gustaba mucho el chile verde, ya que el
ardor que sentí en mi boca después del primer bocado duró más o
menos dos días y en el momento se ve que me puse más rojo que una
Ferrari porque todavía escucho las carcajadas de esa gente.
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Este siglo, la gente de salubridad está
de paro. Pero el próximo salen a controlar. |
En Asia, Vietnam y China,
y seguramente también en otros países que no recuerdo, se acercan a
uno señoras con ollas, bolsos y banquitos plásticos cargados
mediante alguna caña cruzada sobre sus hombros a ofrecer alguna sopa
o guiso al paso. Después de acomodarse en el asiento suministrado o
acomodarse en algún cordón, la cocinera hará un despliegue de sus
productos y comenzará a mezclar los ingredientes para seguramente
terminar en un muy buen plato o tazón de comida. El servicio incluye
también bajilla, palitos y en algunos casos té, muy rico y mas
rápido que ir a mc donalds. Siguiendo con la comida callejera, y
siguiendo la premisa de que si hay mucha gente la comida es buena y
fresca, por ejemplo, he comido los más deliciosos patés de ave o de pescado en Laos, a la orillas del Mecong, acompañados de algún vaso
de vino tinto, costumbre heredada seguramente de la antigua
indochina, sentado en un banquito tambaleante al lado de un mercado
repleto de gente discutiendo por el valor del arroz. En China, en las
estaciones de trenes, he comido y visto cómo preparan las mejores
sopas de fideos en un carrito y con la particularidad de que los fideos
los hacen frente a uno, sin usar ningún elemento de corte, agarran
la porción de masa y la van estirando y golpeando sobre una mesada
llena de harina y ésta se va deshilachando hasta que queda convertida
en un puñado de fideos que tiran en el agua hirviendo, todo esto
también en el carrito callejero. Deben tener de dos metros de largo
por uno.
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Sin exigencias, pero con dudas,
Ramón casi se come un perrito pekinés. |
Estando en Beijing, también China, quería comer pato
pekinés, que es una de las comidas tradicionales de
esta capital. El tema fue que el presupuesto no alcanzaba para ir a un
restaurante. Ya casi entregado, caminando por los laterales exteriores
de la ciudad prohibida, me encontré de casualidad con un puestito
semi callejero, un local diminuto y las mesitas y sillas de
colores que copaban la vereda iluminadas por pequeñas bombitas blancas.
En la humilde vidriera, colgaban los tentadores y deliciosos patos
soñados. Así que me di el gusto de disfrutar, con una cerveza helada
y frente a uno de los paredones y parques de esta magnífica
construcción llena de historia y belleza, de un manjar que jamás
hubiera podido comer en otro lado y que, seguramente, de haberlo hecho,
nunca tendría el mismo encanto.
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Frituras nunca fallan,
lo que falla es el hígado. |
En Khajuraho, India, no
recuerdo que motivo, hacía muchas horas que no comía. Por lo tanto me
aventuré, entregado ya por el hambre, a uno de los únicos puestos
gastronómicos que encontré. Se exhibían en el mismo una especie
de bolitas de más o menos 4 centímetros, muy comunes en India,
compuestas de una masa y con un corazón de algún vegetal crocante o
picante. Fritas. Generalmente las hubiera comprado y comido, pero la
verdad es que no las veía muy frescas y el aceite
que había al lado del snack, donde supuestamente se habrían
freído, parecía petróleo o aceite tipo Bardall para autos: negro y con un
uso de más de cuatrocientas frituras. Yo como esto y me muero, pensé
mientras miraba las esferas de masa. A esto, el vendedor rápido y perceptivo
de mi duda, me llama al grito de “my friend, my friend” y, cuando
lo miro, introduce su mano entera en la fuente de bolitas, levantando y dejando caer las frituras en varias oportunidades
repitiendo “very fresh, my friend, very fresh”. Cuesta creerlo pero
me cayó tan simpático el asunto que le compré un puñado y debo decir que estaban riquísimas. Por supuesto que con esas mismas manos
me cobró, acarició el perro que pasaba, se rascó la cabeza y se puso
a amasar nuevas torrejitas para futuros comensales. Mi estomago,
perfecto. Sé que suena algo desagradable, pero no es ni más ni menos
que lo que pasa cuando comemos alguna de las exquisitas pizzas de la
cancha, un choripán, o entramos a algún bodegón a comernos una
milanesa a caballo con papas fritas. Y todas estas cosas, acá nomás, a 15
cuadras.
Ramón Herrrera
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